
Retomamos un serial dedicado a la imaginería pasionista de culto interno y/o privado que en su día vine en llamar «La Pasión oculta», artículos que vieron la luz en la desaparecida publicación local «El Cirineo de Málaga», si bien no pudieron completarse debido a la falta de espacio y al consabido cese en la edición de aquella revista cofradiera. En esta ocasión voy a evocar parte de aquellos trabajos para darlos a conocer a todo aquel que le cause interés y que no tuvo acceso a ellos a través de la citada publicación.
Como hace ya algún tiempo escribimos en el prólogo de la sección La Pasión oculta, el propósito de la misma ha sido y es el de divulgar -en la medida de lo posible- el cuantioso y valioso elenco de imágenes pasionistas que reciben culto exclusivamente interno en Málaga. Si bien en esta web se han tratado y se seguirán tratando temas relacionados con la religiosidad popular de nuestra ciudad hermana de Sevilla, esta temática se centrará en el caso malagueño ya que el hispalense fue sobradamente tratado por Juan Martínez Alcalde en varios trabajos publicados por el desaparecido investigador, destacando su imprescindible monografía sobre el tema aparecida en 2009, aunque ello no impida que en un futuro pueda ser abordado aquí.

Dicho esto, invitamos al lector a que se adentre en la histórica calle del Císter, antigua del Alcázar, donde desde 1617 tuvo convento femenino la orden cisterciense del que la vía tomó su nombre finalmente. Enclavado en el denominado Centro Eclesiástico de la ciudad, el monasterio ha sido regido por las monjas Recoletas Bernardas hasta su cierre en 2009, conservándose entre sus muros algunas de las obras más valiosas de la imaginería malagueña de los siglos XVII y XVIII. Así, en la iglesia conventual de Santa Ana, hoy bajo custodia de la hermandad del Santo Sepulcro, vamos a encontrar algunas efigies de enorme valor artístico e histórico como a continuación veremos. De este modo, las dos primeras esculturas que reseñaremos son la famosa pareja de Ecce-Homo y Dolorosa tallados entre 1675-76 por el eximio escultor granadino Pedro de Mena y Medrano (1628-1688). El artista se había establecido en Málaga en 1658 requerido por el Cabildo Catedral para la finalización de la sillería del coro, tomando una vivienda situada en una barreduela llamada de los Afligidos como casa-taller, próxima al Convento del Císter. En 1671 sus hijas Andrea y Claudia ingresaron en la clausura monacal profesando un año más tarde. Tal vez por este motivo, el escultor decidió revocar su testamento de 1666 para redactar uno nuevo en 1675 donde recogía su deseo de recibir sepultura en la Abadía de Santa Ana, donde

reposaría cerca de sus hijas. Como muestra de gratitud, Mena donó sendos bustos de Ecce-Homo y la Virgen Dolorosa con sus respectivas urnas acristaladas que, como dispuso en una nueva y última carta testamentaria en 1679, habrían de ser dispuestas en los altares colaterales de la capilla mayor, cerca de su tumba que habría de situarse entre las dos puertas de acceso a la iglesia, donde sus hijas oraban diariamente, para que fuese pisada por todo aquel que entrase al templo. Ambas tallas fueron entregadas en 1676 bajo una primera intención de que al imaginero le fuese dedicada la fundación de una capellanía perpetua de misas para su eterno descanso, algo que rechazó la comunidad religiosa y que Mena ya propuso en 1666 a los Clérigos Menores de Santo Tomás a cambio precisamente de un Ecce-Homo. Desde entonces y hasta la apertura del Museo de Arte Sacro de la Abadía en 1997, ambas tallas se conservaron en la iglesia conventual, tal y como las conocimos y descubrimos en los primeros años ochenta cuando la Virgen del Amor de la cofradía de «El Rico» visitaba el templo cisterciense cada 12 de octubre en su anual Rosario de la Aurora.

Pedro de Mena cultivó como nadie el tema de los Ecce-Homo y las Dolorosas dotándolo de una personalidad

única que derivó en una indudable aceptación de la clientela, logrando así una mayúscula difusión de esta temática devocional tan sensible en la sociedad del Barroco. El genial artífice granadino interiorizó este tema de tal forma que sus ejemplares, casi siempre formando parejas, se convirtieron en referentes de su obra, hasta el punto de que la simple contemplación de una de estas efigies, relacionan al espectador con Mena de manera inmediata. Si bien bebió de precedentes iconográficos cultivados en la escuela de su Granada natal por artistas de la talla de Diego de Siloé, Pablo de Rojas, los hermanos Miguel y Jerónimo García así como Bernardo, Diego y José de Mora, hay que decir que, como afirmó Juan A. Sánchez López, «en Mena adquieren una entidad única tras someterse a los dictados de su poética». En cuanto a la concepción de las piezas lignarias, el escultor concibió estas parejas en bustos o tallas de medio cuerpo, pudiendo diferenciarse hasta tres tipos o modelos de distintos tamaños en las esculturas cristíferas, en palabras del profesor Lázaro Gila Medina. El primer tipo y el más completo presenta la figura de medio cuerpo o busto prolongado, cortándose a la altura de las caderas o por debajo de ellas, dejando ver los brazos y parte del paño de pureza que podía ser en color crudo o púrpura. Cristo aparece maniatado por una soga real que rodea el cuello, portando la caña en una de sus manos y la corona de espinas sobre sus sienes y, en

ocasiones, también luce la clámide. Estas características son las que podemos advertir en los celebrados ejemplares de las Descalzas Reales de Madrid o el de la parroquia de Budia (Guadalajara), así como en nuestro Ecce-Homo del Císter a excepción de la clámide de la que Mena prescindió en esta ocasión luciendo asimismo el sudario purpúreo. Este propotipo permitía al escultor deleitarse en el tratamiento de los volúmenes y en los signos lacerantes, potenciados por la profunda carga expresiva de los ojos enrojecidos de pasta vítrea, lo que acentuaba su verismo y su emotividad provocando en el fiel una honda piedad. El segundo modelo se diferencia del primero en su tamaño, puesto que la figura era cortada a la altura del pecho aunque seguía mostrando las manos atadas, destacando el tallado para las Mercedarias de D. Juan Alarcón de Madrid, hoy en colección privada. Finalmente, el tercer tipo o busto corto, es también el más numeroso sin duda por haber estado al alcance de una mayor clientela por razones económicas obvias. En su caso la figura arrancaba de la zona inicial de los brazos, mostrando parte de los pectorales, el cuello con la soga cordífera y la testa coronada de espinas, así como parte de la clámide, concentrando toda la expresividad en el rostro. A manera de ejemplo citaremos el venerado en el convento de la Concepción de Zamora.

El busto de la Dolorosa que forma pareja con el Ecce-Homo cisterciense responde iconográficamente al asunto de la Virgen Dolorosa (Stabat Mater Dolorosa Iuxta Crucem), de la Piedad o de la Soledad, llegando a haber sido citada en inventarios granadinos de la época como de las Angustias, advocación de gran fervor en la ciudad del Darro. Este modelo iconográfico pudo tomar su origen en la célebre Virgen de la Soledad tallada por el escultor baezano Gaspar Becerra en 1562 para Isabel de Valois, tercera esposa del rey Felipe II, imagen hoy desaparecida. El modelo fue ampliamente difundido por Mena cuyo patrón resultó aceptado con enorme éxito, tal y como ocurrió con los prototipos ejecutados por José de Mora, siendo tomados como ejemplos y modelos a seguir por sus coetáneos, como el antequerano y probable colaborador de Mena, Antonio del Castillo, y los artistas dieciochescos como Fernando Ortiz o la familia Asensio de la Cerda en Málaga, o los Diego Márquez y Vega o Miguel Márquez García en Antequera. Las dolorosas de Pedro de Mena, fueron inicialmente pensadas para imágenes de devoción

destinadas a oratorios privados o domésticos, y posteriormente llevadas al ámbito del culto público en capillas e iglesias. Empero, el profesor Gila advierte dos modelos en la producción del artista donde, en un primero, la Virgen se muestra con los brazos extendidos en actitud implorante junto al pie de la cruz, respondiendo al tipo de Virgen Dolorosa o de la Piedad, y un segundo tipo donde María, tras enterrar a su Hijo, se muestra en su Soledad más absoluta, plenamente aceptada y sin fuerzas para expresar más dolor. Si el primero ha sido denominado por algunos estudiosos como Dolorosa de contemplación donde la imagen muestra las manos abiertas y el rictus con gesto declamatorio, el segundo nos presenta a la Virgen con las manos entrelazadas en actitud orante, la cabeza levemente inclinada, los ojos y los pómulos enrojecidos y el rostro hondamente apenado. La Dolorosa del Císter nos muestra estos caracteres formales. Asimismo y como sucede con el Ecce-Homo, pueden distinguirse tres tipos según los tamaños de las piezas: el busto corto que ofrece solo la testa hasta el inicio del tórax, el de medio cuerpo que fue el más demanda obtuvo, mostrando la figura hasta la altura del pecho y los brazos, con las manos

entrelazadas o superpuestas en actitud de oración o bien extendidas en gesto de imploración. Por último, el busto prolongado que es el más completo pues la figura arranca por debajo de las caderas. En este último se añade el sudario extendido, así como los clavos y la corona de espinas como atributos de la Pasión. La Dolorosa cisterciense y como es habitual en estas esculturas del artista, aparece vestida con manto azul sobre velo blanco y túnica de tonos rojizos por cuyas mangas asoman los puños de la camisa interior, dejando a la vista las delicadas manos entrelazadas en una inusual disposición horizontal con los dedos extendidos, en lugar de flexionados. Sin embargo, es en el rostro donde el escultor concentra toda la emotividad y el ensimismamiento de la figura a los que contribuye el gesto de las manos. Dolorosa de ritmos cerrados, de íntima plegaria conventual, de diálogo cerrado y silente en la oración del retiro. Dos tesoros de la imaginería pasionista que poco a poco van saliendo de su propia clausura.