
Aquel lunes 11 de mayo Málaga amaneció soleada, con el cielo limpio y una temperatura primaveral, en torno a los 17º, subiendo a medida que avanzaba el día hasta los 23º. Los privilegios de esta tierra… Nada podía hacer presagiar la oscuridad que se cernía sobre la ciudad cuando, al caer la tarde, las ediciones vespertinas de los diarios locales informaron sobre los graves sucesos acaecidos en Madrid en la jornada del domingo y durante la mañana de aquel día. Aquellos disturbios desembocaron en los incendios intencionados de numerosos edificios religiosos, en su mayor parte de carácter monástico y, sobre todo, los relacionados o regentados por la Compañía de Jesús. Según se puede deducir de las palabras del escritor madrileño Julio Caro Baroja, testigo presencial de algunos hechos, los grupos de asaltantes actuaron «rápidos y organizados». Sin embargo y pese a las advertencias recibidas, las autoridades civiles del Gobierno Provisional de la República no actuaron y la inacción permitió la destrucción. Hasta entrada la tarde del martes 12 no se declaró el estado de guerra con el consiguiente despliegue de las tropas militares, cesando así la algarada destructora.
Mientras los ataques a la Iglesia madrileña se desarrollaban, de forma casi simultánea, en Málaga comenzó a gestarse una reacción idéntica, si bien en la ciudad no se había producido ningún altercado en la jornada anterior como posible causa que provocara los posteriores acontecimientos, algo que sí sucedió en Madrid. Como he comentado al principio, las noticias de los sucesos de la capital se propagaron por Málaga con gran rapidez ya desde el día anterior inclusive, pero, al caer la tarde, numerosos grupos de ciudadanos comenzaron a congregarse en distintos puntos del centro de la ciudad comentando lo que ocurría en Madrid mientras los ánimos se exacerbaban y algunos pedían una reacción similar. En efecto, las noticias publicadas por los periódicos locales provocó una animación descontrolada entre los que parlamentaban sobre lo acontecido, desencadenando el mayor y más devastador ataque que haya sufrido la Iglesia de Málaga. La mecha estaba encendida, nunca mejor dicho. Mientras estos hechos sucedían en los aledaños de la plaza de la Constitución -en pleno centro-, en el castizo barrio de la Victoria iban a dar inicio las hostilidades, comenzando así la célebre por luctuosa Quema de Conventos de Málaga, tal vez los días más oscuros e infames que haya vivido la historia reciente de la ciudad. Eran las siete de la tarde y algunas iglesias celebraban sus misas vespertinas. Para algunos de aquellos templos serían las últimas que se oficiarían.

la noche anterior. (Foto: Archivo Temboury)
Pero, ¿ocurrió exactamente así? Es difícil hablar de exactitud cuando apenas existen algunos testimonios escritos y orales, sin olvidar que los perpetradores no confesaron ni informaron de nada de lo sucedido tras ser detenidos e interrogados. Las versiones de los hechos han venido atribuyendo a la exaltación descontrolada de la turba como la causante de los mismos, lógicamente enmarcados en la acendrada e histórica animadversión de las clases más desfavorecidas hacia la Iglesia. El fenómeno del anticlericalismo local hunde sus raíces en las últimas décadas del siglo XIX, si bien no existen estudios específicos que arrojen luz sobre unos antecedentes que se remontan al sexenio revolucionario. Es decir, existía una evidente motivación para perpetrar ese funesto ataque a la Iglesia local, es innegable. Conviene recordar que en diciembre de 1930 el Palacio Episcopal fue objeto de un intento de incendio y el 14 de abril del propio 1931, día en que fue proclamada la Segunda República, fue asaltada la sede del diario La Unión Mercantil, de tendencias monárquicas, y al día siguiente la residencia de los jesuitas y el Seminario. Respecto a las cofradías y las devociones del pueblo tampoco podemos obviar que las clases más humildes identificaban a las mismas con las clases más pudientes, ya que, la mayor parte de la burguesía malagueña estaba integrada en las hermandades desde antaño, y cuyos cofrades estaban relacionados con los círculos monárquicos contrarios al nuevo régimen republicano. Ese conglomerado de causas era indicativo de una repulsa clara hacia la Semana Santa y lo eclesial en general. Hasta aquí podríamos comprender este oscuro espectro social que pudo ser el desencadenante de los trágicos sucesos de mayo de 1931, pero, ¿fue simplemente así? Opino que no. Estimo que hubo más condicionantes y actores secundarios en aquella triste obra, además de las hordas de incendiarios republicanos y anarquistas. De hecho, las pesquisas policiales posteriores confirmaron algunas de estas sospechas. Entonces, ¿quiénes pudieron estar detrás? Creo que algunos sujetos vinculados a la política local de militancia comunista que, como en el caso del concejal Andrés Rodríguez, no sólo intervino en los asaltos, sino que lideró el ataque a la iglesia de Santo Domingo como se vio en las investigaciones posteriores. ¿Pudo haber algún tipo de «mecenas» o persona que actuase como proveedor de los elementos necesarios para perpetrar los asaltos? Me inclino a pensar que sí y, no lo afirmo con rotundidad, por no existir pruebas fehacientes (durante los procesos judiciales no salió a la luz ningún tipo de información que probase o simplemente diese alguna pista acerca de una posible participación pasiva y organizativa), si bien la conjetura me invita a pensar de modo afirmativo o, al menos, no descartarlo.

Desde mi punto de vista, pienso que durante la tarde del domingo y, sobre todo, la mañana y la tarde de aquel fatídico lunes 11, aquellos grupos que habrían de actuar tuvieron tiempo de organizar los ataques que se produjeron, tanto en el aspecto logístico como en el material, como demuestran la ocultación de objetos pesados (hachas) y la adquisión de la gasolina para los incendios, la cual no estimo que pudiera ser comprada durante la madrugada al estar cerradas las droguerías y demás tiendas donde se dispensara. De igual forma, si aceptáramos como versión más veraz de los hechos la espontaneidad y el descontrol de la turba, cuesta creer que esas decenas de individuos tuviesen tiempo material para hacerse con tantos litros de combustible en el corto espacio de tiempo que transcurrió desde el inicio de las concentraciones en las proximidades de la plaza de la Constitución (caída de la tarde) hasta el cierre de los comercios. Aceptemos que en las viviendas de algunos de los atacantes que sí residían en la ciudad guardasen alguna lata de líquido inflamable para uso doméstico o de otro tipo, pero, ¿de cuántas latas y de cuántos litros hablamos? Recordemos que los detenidos como sospechosos de intervenir en los asaltos a las iglesias eran, en su inmensa mayoría, de clase trabajadora: jornaleros, albañiles, mecánicos, etcétera, con pocos recursos económicos, algunos sin trabajo y otros de corta edad, adolescentes y jóvenes sin oficio ni beneficio. Ergo cuesta creer que aquellos individuos de escasos medios hubieran podido adquirir la enorme cantidad de gasolina que les debió ser necesaria para incendiar las iglesias, conventos, edificios civiles y religiosos además de todo su patrimonio mueble, incluidas las imágenes, tronos, etcétera. Entonces, si no les hubiese sido posible comprarla, ¿quién o quiénes lo hicieron? Ello me lleva a pensar que alguien financió la Quema de Conventos y que, por ende, hubo organización previa: no fue fruto de la improvisación o, al menos, no del todo. Recordemos también otros indicativos, como las latas de petróleo que días más tarde aparecieron en los aledaños de la Catedral, esperando a ser usadas para incendiar el primer templo de la ciudad que, providencialmente, se salvó de la quema. ¿Cuándo fueron depositadas ahí y por quién? Alguien que se entrega a un acto descontrolado y espontáneo no precisa de prepararlo, ya que en tal caso ya no sería improvisado ni fruto de excitación, sino deliberado. Otro indicativo sería que algunos de los sujetos que intervieron en los sucesos se trasladaron a la ciudad desde otros puntos de la provincia y de manera expresa, algunos tan lejanos de la capital como Archidona o Vélez-Málaga. ¿Mera coincidencia?

Algunos otros aspectos o detalles de lo acontecido durante la madrugada del 12 de mayo -a la misma hora que escribo esto- sugieren que los hechos fueron previamente pensados y/o organizados. Haciendo memoria vemos que el modus operandi seguido por los asaltantes fue básicamente el mismo, salvo algún margen a la improvisación. Esto era, acceso al inmueble de manera forzada por una puerta secundaria (sacristía, etc.) mediante el uso de objetos contundentes como hachas; destrozo inmediato de enseres, mobiliario, etc.; profanación de imágenes religiosas (eran «arrancadas» de sus altares y tiradas contra la solería, siendo arrastradas hasta las hogueras); apilamiento de objetos, ajuar, bancos, confesionarios, muebles, cuadros, enseres, esculturas, etc. (todo), en el exterior del edificio para ser quemados (a veces también en el centro de la iglesia para que las llamas provocasen el hundimiento de la bóveda); saqueo; incendio de altares, retablos, dependencias parroquiales, vivienda del cura, del sacristán, objetos personales… Entretanto, algún individuo volteaba de manera inquietante y contínua las campanas de la iglesia o convento, avisando así de la obra sacrílega, destructora y demencial; también como gesto de mofa. Esta manera de actuar se repitió en la práctica totalidad de los edificios, salvando las que tuvieron la fortuna de no ser quemadas. Alguien podría decir que si los grupos fueron los mismos en todos los lugares, sería lógico que siguiesen un patrón, pero no fue así, ya que hubo varios grupos que incluso llegaron a intervenir de manera simultánea en distintos puntos de la ciudad. Es más, conocemos el relato de un testigo que presenció el feroz asalto a la sede de La Unión Mercantil que se hallaba en la calle de Andrés Mellado (Atarazanas) esquina con la Puerta del Mar, afirmando que había alguien que dirigía la acción y que en voz alta daba las órdenes mientras unos veinte o treinta hombres procedían a destruir el inmueble y todo lo que había en él: «Seis a las puertas. A las máquinas. No perdáis tiempo. Abrid las ventanas. Al avío«. Cuando acabaron la tarea el edificio ardía por sus cuatro costados. Habían transcurrido apenas diez minutos. Este asalto se produjo sobre las dos de la madrugada, inmediatamente después del producido en el Palacio Episcopal y de forma simultánea al que estaba ocurriendo en la iglesia y el colegio de San Agustín. En mi opinión, para ser el segundo o tercer asalto de la noche, el grupo estaba ya familiarizado con la forma de llevarlo a cabo y actuaba con prontitud y eficacia, sabiendo dónde estaba y cómo proceder, sin dejar resquicios a la improvisación o a la excitación ideológica o de carácter anticlerical e iconoclasta, aunque en este caso particular del rotativo de la familia Creixell fuera distinto al no ser un edificio religioso. Opino que hubo organización y unas consignas sobre cómo actuar durante los asaltos, alguna clase de órdenes o algún tipo de orientación para que los mismos se produjesen de manera rápida y eficaz, y así evitar ser sorprendidos por las fuerzas del orden. Esta organización no implicaría que no se diesen escenas de pillaje y de frenesí destructivo, como así fue. Por lo tanto, si no es descabellado imaginar que existió organización previa a los sucesos, podemos pensar que hubo deliberación, algún tipo de plan o propósito anterior al 11 de mayo, tal vez improvisado pero lo suficientemente planificado para que los acontecimientos se desarrollasen con cierta eficacia. Ochenta y nueve años después de los hechos nadie podrá negar que hubo gran eficacia y que la acción destructiva logró su fin.
Seis a las puertas. A las máquinas. No perdáis tiempo. Abrid las ventanas. Al avío.
Testigo presencial del asalto al diario «La Unión Mercantil» en la madrugada del 12 de mayo de 1931.

Sin duda, uno de los detalles más escabrosos, oscuros y siniestros de los sucesos de mayo de 1931 fue la inacción de las autoridades civiles y de las fuerzas del orden, las cuales actuaban bajo el mando del gobierno de la ciudad y de la nación. Ya vimos cómo el bisoño ejecutivo republicano miró hacia otro lado mientras el caos se adueñaba de la capital de España, permitiendo con ello la destrucción de varios edificios religiosos y su patrimonio. Hasta que la tensión no llegó a límites inasumibles, el Gobierno de la República no decretó el estado de guerra y la intervención del Ejército. Entonces cesaron los asaltos y volvió la tranquilidad a las calles madrileñas. ¿Por qué no intervino el Gobierno? La respuesta posee varios matices, ya que, por un lado, se escudó en el deseo de evitar que las tropas cargasen contra el «pueblo». También se contempló que el incendio de los conventos sería una muestra de «justicia inmanente». Asimismo, el presidente Manuel Azaña afirmaría que «todos los conventos de España no valían la vida de un republicano», negándose a ordenar la intervención de la Guardia Civil cuando por la mañana del lunes 11 la Casa Profesa de la Compañía de Jesús estaba siendo incendiada, amenazando con dimitir del cargo.


el ataque del que fue objeto el 12 de mayo. En la foto,
la nave central hacia la puerta principal y la plaza.
La falta de acción y permisividad del Gobierno republicano tuvo su fiel reflejo en lo acaecido en Málaga durante el desarrollo de los funestos sucesos. La respuesta de las autoridades locales fue sospechosamente similar, no permitiendo la intervención de la fuerza pública ni del Ejército, salvo en momentos concretos que al poco fueron revertidos, ordenándose la retirada de las tropas y dejando vía libre a los incendiarios. En algunos de los asaltos, se dio la presencia de alguna pareja de guardias pero se mostraron impasibles e indiferentes, ya que tenían orden de no intervenir, mientras observaban cómo continuaba el asalto. Como en Madrid, la pasividad casi cómplice de la autoridad permitió con su negligencia la inmensa destrucción que sufrió la ciudad, focalizada en su patrimonio religioso. Al igual que en la capital del país, hasta que no fue decretado el estado de guerra, no cesó la barbarie anticlerical. Para entonces ya era tarde. Málaga vio arder y destruir más de cuarenta iglesias, conventos, colegios y demás edificios eclesiásticos, incluido el Palacio del Obispo, además de otros inmuebles y propiedades privadas como los pertenecientes a la familia Creixell. Una vez recuperada la calma y la normalidad, pasados algunos días, fueron investigadas y detenidas algunas personas acusadas de haber participado en los disturbios, muchas de ellas por hurto y pocas en proporción como autores materiales de los destrozos e incendios. La mayoría fue puesta en libertad a los pocos días y las que fueron juzgadas cumplieron condenas menores cuando no testimoniales. El gobierno local y el nacional, salvo contados ejemplos a título individual, no mostraron demasiado interés en colaborar de algún modo en la reparación y reconstrucción del patrimonio dañado y desaparecido. Pese a la evidente pasividad mostrada, el nuevo régimen jamás asumió parte alguna de culpa por la dejadez con la que actuó, ni tan siquiera lamentó los hechos ni buscó impartir una justicia ejemplar más que necesaria. Da la impresión de que se asumió lo sucedido como esa «justicia inmanente» atribuida por el gobierno, como algo inevitable e incluso hasta cierto punto comprensible. Jamás se ayudó a la Iglesia ni desde luego a las hermandades y cofradías, que vieron como sus propiedades y su patrimonio devocional y procesional fue aniquilado de la noche a la mañana sin mediar respuesta ni justificación. Cuesta imaginar la tremenda indefensión que debieron sentir los cofrades de la época. Algunos como el recordado primer presidente de la Agrupación de Cofradías, Antonio Baena, jamás volvió a ser el mismo y su personalidad cambió para siempre. Jamás se pidió ningún tipo de perdón ni se condenaron los hechos, no sólo los ocurridos en Málaga puesto que aquella oleada anticlerical se extendió a varias ciudades. Huelga decir que las autoridades se eximieron de cargar con alguna cuota de responsabilidad. A día de hoy nadie lo ha hecho desde alguna instancia oficial o política. Simplemente ocurrió. ¿No hay memoria histórica para aquellos días de la infamia de la ciudad de Málaga? Ni tan siquiera la propia ciudad guarda en su memoria algún tipo de evocación de los hechos, aunque fuese de forma testimonial. El antiguo barrio de la Merced al que dio nombre el convento y su iglesia, con su popular templo parroquial y sus cofradías, tan sólo recuerda en el nomenclátor de sus calles la historia mercedaria. Tampoco lo ha hecho la Agrupación de Cofradías que tanto luchó por el engrandecimiento de una Semana Santa que vio truncada su vitalidad de manera contundente y feroz.

mayo de 1931, una vez incendiada y destruida.
A día de hoy se sigue escribiendo y afirmando desde algunos sectores -no con oscuro interés revisionista- que aquellos ya lejanos pero inolvidables sucesos fueron producto del clima político y social que vivía la nación y Málaga en particular. Un servidor ha comprobado como desde instituciones como la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía, al tratar de explicar el estado en que quedó la imagen de San Juan de Dios que se conservaba en la iglesia de Santiago, se expone que la escultura sufrió la «violencia social de las protestas de 1931». Desconozco a qué tipo de protestas se refiere la o las personas que redactaron ese texto. Como he reflejado con este artículo, no comparto ese relato, aunque asuma parte de la síntesis de los hechos. Resulta incontestable que esa situación social se estaba produciendo a raíz del nuevo régimen; que existía una animadversión histórica hacia la Iglesia española por parte de las clases obreras; que los sucesos de Madrid sirvieron de contagio para que en la ciudad se produjese un estallido anticlerical sin parangón en su historia; etcétera. Empero, no puedo dejar de pensar que por los motivos expuestos (otros se quedan en el tintero) no hemos de menospreciar la hipótesis de que existió una organización previa y cierta planificación.
Con los datos que se poseen se puede concretar que en los primeros momentos se actuó siguiendo un orden preestablecido.
La presencia (en Málaga) de personas con un amplio historial delictivo deja al descubierto que (…) existió una doble actuación: la primaria, con un claro componente destructor de lugares concretos, con unos fines precisos (…), y una secundaria, circunscrita a zonas más alejadas del centro de la ciudad, en la que el factor esencial, además de la destrucción, se centró fundamentalmente en el saqueo.
José Jiménez Guerrero. «La Quema de Conventos en Málaga. Mayo de 1931».

de ruina después del incendio. En la calzada aún podían verse los restos de la hoguera donde ardieron las imágenes y otros enseres (13-5-31)

el 12 de mayo de 1931. (Foto: Archivo Temboury)
Como epílogo, es inevitable recordar lo que el periodista Juan Temboury escribió en mayo de 1950 al recordar aquellos luctuosos días, afirmando que aquella jornada del lunes 11 de mayo de 1931, con objeto de disuadir al obispo Manuel González de que no habría ningún peligro para los edificios religiosos de la ciudad, desde el Gobierno Civil se le solicitó una lista de los inmuebles que debían ser protegidos. Según afirmó el escritor, el prelado escribió la relación olvidando anotar el convento del Císter. Curiosamente y pese a su proximidad al colegio e iglesia de los agustinos que sí sufrió el asalto, la abadía de Santa Ana no lo fue. ¿Fue olvidada? Por último y al hilo de este pormenor, el sobrino del obispo, el canónigo Gónzalez Ruiz destacó que en la lista confeccionada por su tío tampoco se hallaba la iglesia del Santo Cristo de la Salud, olvidada por monseñor, templo que tampoco fue asaltado. Sin embargo, el dato más escalofriante lo tenemos en que, el orden riguroso de la lista del obispo Manuel González facilitada al Gobierno Civil fue el mismo que siguieron los asaltantes durante la Quema de Conventos. Otra versión de un policía afirma que tampoco estaba incluida la iglesia de San Miguel, templo que también fue «olvidado».
Aquel martes 12 de mayo, día que amaneció igualmente soleado y brillante como el anterior, a estas mismas horas, la impresión que la ciudad debió causar fue desoladora, con decenas de incendios activos repartidos por la urbe, desde el Perchel a la Victoria, de la Trinidad a la Merced. Aquella mañana las iglesias no abrieron sus puertas para las misas matutinas. Algunas no volvieron a abrirlas jamás. En menos de veinticuatro horas aquellos grupos de desalmados aniquilaron el patrimonio religioso de Málaga sin mayor justificación ni oposición, contando con la aquiescencia de la autoridad civil y militar. La ciudad se entregó a un frenesí destructivo que a día de hoy sigue causando perplejidad y asombro, estupor y desaliento.

se convirtió en un símbolo de los sucesos de mayo de 1931. El templo
jamás fue restaurado y, como otros, fue enajenado por el Obispado
y finalmente derribado en 1963. (Foto: Zubillaga)