
La noche del 11 al 12 de mayo de 1931 la ciudad de Málaga se vio sumida en una vorágine destructiva sin parangón en su historia, fruto de la acción descontrolada y posiblemente premeditada promovida por numerosos grupos de ciudadanos, tanto locales como de la provincia, de evidente tendencia anticlerical e iconoclasta. Los sucesos que tuvieron lugar son célebremente conocidos como La Quema de Conventos, durante los cuales fueron asaltados y destruidos la práctica totalidad de los edificios religiosos de la ciudad, así como otros de carácter privado, sin olvidar el valioso patrimonio de las hermandades y cofradías de Pasión que resultó arrasado y destruido casi por completo. Es inevitable hacer un ejercicio de reflexión para tratar de imaginar el grado de virulencia que se alcanzó, aunque, si bien no conllevó un perjuicio humano relevante salvo varias decenas de heridos, sí supuso la entrega y sumisión de la ciudad a un absoluto frenesí destructivo de su propio patrimonio artístico e histórico, así como cultural y religioso. La ciudad escribió su infamia con letras tiznadas de hollín, sepultando en apenas unas horas, la espléndida y dorada década de los años veinte de su renaciente y brillante Semana Santa. Sobre los perfiles del cataclismo social y cultural que significaron aquellas lamentables jornadas, hemos tratado en este espacio con anterioridad (1). En esta ocasión nos centraremos en un caso más particular.
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